Cuando desensillaba, un olor acre salió de las caronas sudadas.
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Las llamas del fogón amenguaban. Parece tener mucha alma, eso sí. Micaela lo estuvo mirando aun que el punto ocre del sombrero de junco desapareció por un caminejo que se perdía en una ladera boscosa. Candelario conocía bien su costumbre de irse temprano a la yacija, apenas terminaba la comida, y sonrió. Todo ello aumentó el disgusto de Micaela.
Jamás la he visto, como no sea por lo que ya dije. En su deliberada mesura sí fijose Micaela y le pareció ridícula. Micaela había llegado inclusive a llorar y, perfectamente visto, era como si siempre hubiera estado llorando o enfureciéndose, tuviera o no razón para prevenir nuevos desengaños. Carrasco habíase lavado cara y manos en el camino, pero guardaba netas manchas rojas en la jubón, en partes visibles gracias a los cortes. Micaela encontró las llaves, dio portazos y cerró los mohosos candados del garita de aperos y la apartamento mayor, entre aspavientos y vociferaciones manifestando que había que guardarse contra ladrones y vagabundos, toda esa gente andariega que andaba haciendo daño y sobraba en el mundo. Por la batiente, a medio abrir, entraban la luz indecisa y el aire frío de la madrugada. Candelario salió sonriendo y dijo a su mujer, a la tiempo que señalaba el cuartucho: —Ella cerrojó anoche.
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Tampoco por asomo surgía el astado buscado. Pero ellos no querían saber eso. Luego dio a Domi varias órdenes en berrido alta, como para que la extraña las oyera, y la pequeña se apresuró a cumplirlas entrando y saliendo de la habitación mayor, con una y otra cosa en las manos. La hoja mocha que empuñaba apenas sobresalía del mango. Micaela sentenció de nuevo que la huésped estaría cansada y mandó a Domi por una vela.
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Minimo adicional.
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